John Lennon, Paul McCartney (1964)
El humanismo es, según la definición clásica, una doctrina basada en la exaltación de la persona, de la figura humana. A lo largo de la historia, el humanismo ha emergido en algunos períodos históricos, asociado a momentos como el Siglo de Oro en Grecia, el Renacimiento en Europa, o el idealismo alemán. En la actualidad, el humanismo se consideraba inmerso en una importante crisis: los valores de la Revolución Industrial hacen mucho más énfasis en la consideración del hombre como colectivo, como grupo: los trabajadores, los consumidores, etc. hasta el punto de tratarlos como grupos sin identidad, como segmentos de mercado. El hombre pasa a adquirir una dimensión minúscula, que precisa del apoyo en otros, en un colectivo, en el logotipo de una empresa, en una religión que le aporta una figura de referencia en forma de dios, en un partido político. La individualidad se considera una anomalía, algo digno solamente de personas muy sobresalientes en función de rasgos o habilidades muy concretas: grandes artistas y deportistas, etc. en los que, a pesar de todo, se busca su adscripción a un grupo. Pero no se justifica en las personas normales, sometidas a estímulos comunes: en general, consumimos lo mismo, somos atraídos por similares estándares, nuestros gustos son manipulados por empresas, y todo apunta a una fuerte corriente de pérdida de la identidad individual. Salirse de las normas de una manera demasiado transgresora es considerado una extravagancia que puede llegar a ser en ocasiones socialmente incómoda o incluso inaceptable.
Vivimos en sociedades en las que la identidad individual, la esencia del individuo, ha sido severamente cercenada. Y esa sumisión del individuo al grupo proviene, en gran medida, del éxito de los medios de comunicación masivos. Con su unidireccionalidad, los medios ofrecen un mensaje completamente homogéneo a grupos de personas muy numerosos: a las métricas del negocio les cuesta justificar el dirigirse a nichos cuando éstos son pequeños, y mucho menos la dedicación a consumidores individuales. Los modelos de negocio considerados brillantes lo son porque consiguen economías parecidas a las de Henry Ford: "fabricamos automóviles de cualquier color, siempre que éste sea negro". O por la industria discográfica, que desprecia todo aquello que no apela al gusto masivo y que no se convierte en lo que denominan "un hit" hasta el punto de restringir su negocio a la comercialización de un escaso 3% de la música producida en la historia de la humanidad.
Estamos acostumbrados a métricas de éxito basadas en las economías de escala, en series descomunalmente grandes que permiten repercutir ahorros importantes. Nuestra comunicación con los clientes es completamente unidireccional: podemos acosarlos, llamarles a su casa a la hora de la cena para que un vendedor casi robotizado insulte su inteligencia leyéndole mecánicamente un guión, inundar su buzón de correo y su bandeja de entrada... pero no contestamos sus comunicaciones cuando son ellos los que contactan con nosotros. Si llamas a una compañía, te encuentras un sistema que te obliga a escoger entre una serie de opciones mediante tonos para, al final, llegar a una operadora que es medida en función del poco tiempo que pasa respondiéndote. Si alguna vez ha llamado al 609 de Telefonica y se le ha cortado la comunicación, no se sorprenda: como su intuición indica, no se trata de que las líneas de teléfono de Telefónica sean especialmente malas o frágiles, es que los operadores de atención al cliente son evaluados de tal manera, que si la llamada se prolonga, les resulta más rentable colgarte el teléfono que solucionar tu problema. Esa es la actitud hacia el cliente de una compañía que, irónicamente, tiene la osadía de definir al cliente como centro de sus prioridades.
El marketing que conocimos durante todo el siglo pasado es ahora precisamente eso, "marketing del siglo pasado". El concepto de "product manager", de persona encargada de cumplir su cuota caiga quien caiga y de maximizar ventas por encima de verdaderas preferencias o necesidades del cliente, se muere a pasos agigantados. El siglo pasado fue el de las batallas mes a mes, el de los objetivos a corto plazo justificados en base a lo que sea. Los clientes eran "el enemigo" al que había que convencer, cada venta era una batalla a ganar, hasta el punto que a cada oleada, la llamábamos "campaña", una terminología proveniente del mundo militar. Este siglo, sin embargo, es el de los clientes que nunca olvidan. El del largo plazo, el de las quejas que persisten durante años en Internet, apareciendo en los resultados de búsqueda cuando otros clientes potenciales buscan tu marca y se encuentran con aquellos a los que engañaste antes, contando su historia con pelos y señales. El siglo pasado fue el de tratar al cliente maravillosamente bien hasta que compraba, después, ni maldito caso, gasto reducido a la mínima expresión, y a otra cosa, mariposa: a por el siguiente cliente. En este siglo, si no cumples tus promesas, o no mantienes seducido al que ya te compró, no durarás dos asaltos, porque todos se enterarán.
El ciclo de vida del cliente comienza con el llamado "universo de clientes". Para un ejecutivo de marketing, el universo de clientes es todo aquello que se mueve ante sus ojos, vivo o no, inteligente o no, con dinero o sin él: el universo de clientes no tiene cara ni ojos, no es una lista, en muchos casos no conoce ni su número total. Para un banco, el universo de clientes no es siquiera la cifra de población del país o de la región, porque podría haber población no censada a la que eventualmente se puede vender algún producto. Atacar al universo de clientes es posible, pero resulta enormemente caro: hay que irse al medio supuestamente más masivo de todos, y poner anuncios en momentos de máxima audiencia, la serie de más éxito, los intermedios de la Superbowl, los partidos Madrid-Barcelona, las finales de la Copa de Europa...
Un primer filtro convierte al universo de clientes en un conjunto más definido: los llamados "prospects", o clientes potenciales. Un subconjunto del anterior, todavía indefinido, y creado a partir de las características del producto: si mi producto está pensado para este tipo de gente, y dado que este tipo de gente lee esto, ve esto y pasea por esta zona, puedo ir a por ellos en estas ocasiones. Desde ahí, una segmentación más nos lleva a los llamados "responders", definidos como aquellos que han reaccionado a mi llamada, han pedido información adicional o, de alguna manera, han dado pruebas de su existencia. Algunos de esos, lógicamente en una cantidad que se va viendo reducida por la aplicación de los sucesivos filtros, dará un paso más y comprará nuestro producto. Y de esos, algunos se convertirán en consumidores habituales o fieles del mismo, particularmente cuando hablamos de bienes distintos a los llamados "durables", cuya adquisición retira literalmente al comprados del mercado durante un tiempo largo. Finalmente, algunos de estos clientes habituales o fieles, eventualmente, dejará de serlo: habrá encontrado otro producto que le satisface más, habrá habido algo del nuestro que no le gustó o, simplemente y sin ningún tipo de acción por nuestra parte, habrá cambiado sus circunstancias de alguna manera. Puede haber cambiado sus hábitos, su lugar de residencia, su estado civil... puede incluso que se haya muerto, que nos pongamos como nos pongamos, son cosas que tiene la vida - que de vez en cuando va y se acaba.
En este ciclo de vida del cliente, el grueso del esfuerzo ha tendido a estar acumulado al principio. En convencer al cliente de que somos el producto o servicio que tiene que adquirir. Todas las acciones de marketing tienden a estar enfocadas en convencer al que no está convencido, en convertir al infiel, con un coste determinado y bastante similar para todos los miembros de la industria. Una vez que han comprado, se convierten en tierra conquistada. Ya no hay que esforzarse más, ya están ahí. En un contrasentido enorme, gastamos importantes sumas en convencer al cliente de que compre, le mandamos folletos a todo color... Pero una vez que compra, las instrucciones de los mismos son de todo menos atractivas y están sobre papel malo en un triste blanco y negro.
Uno de los importantísimos cambios que estamos viviendo es el desarrollo progresivo de una economía de relaciones. Un énfasis cada vez mayor en establecer con el cliente una relación que nos permita monitorizar su progreso, conocer su satisfacción, su implicación con el producto. Frente al énfasis en el coste de adquisición del cliente, en la búsqueda incesante y a toda costa de clientes para los productos que previamente hemos desarrollado, se impone cada vez más una aproximación diferente: desarrollar un cliente, una relación, y buscar productos para él, a menudo con su propia colaboración. Las marcas empiezan a distinguirse en función del número de usuarios comprometidos e implicados que tienen, en función de las personas que las rodean: las comunidades empiezan a dominar a las marcas. En el extremo, aparecen marcas que dependen casi plenamente de sus clientes: hacen poca o ninguna publicidad entendida como tal, y lo dejan prácticamente fiado a los comentarios positivos que esperan obtener de su base de usuarios o de los analistas.
Las marcas se humanizan, adoptan la personalidad de sus líderes o de las personas que trabajan en ellas, a medida que, en paralelo, empiezan a comprobar que su comunicación tradicional, la forma grandilocuente de hablar a través de notas de prensa y en la memoria corporativa resulta cada día más indiferente a quienes les rodean. Es la crisis de la comunicación tradicional, la que hace que los clientes escuchen la publicidad de una manera cada vez más indiferente. Puedes ver un anuncio que te gusta, puedes disfrutar de la buena publicidad, pero cada vez influye menos en tus decisiones de compra, llevadas mucho más por otro tipo de factores: comentarios de conocidos y amigos, análisis en blogs y páginas especializadas, opiniones en la red, experiencias de terceros...
Para la empresas, la situación es desconcertante. Ven cómo sus millonarias estructuras de comunicación se convierten en irrelevantes, en algo que influye a sus clientes cada día menos. Años de mantener departamentos de comunicación, de controlar cuidadosamente la información que salía de la empresa, de tejer agendas de relaciones con los medios... para obtener finalmente como premio la más triste irrelevancia. Para encontrarse una enorme conversación ahí fuera, completamente incontrolable, en la que no se puede elegir no estar. Si no se está, malo: es la condena a la irrelevancia, a la no presencia en las mentes de los clientes. Si se está, lo malo tiende a predominar sobre lo bueno, haciendo difícil destacar por aquello que queremos destacar. Para quien lo ve, la solución pasa por hacerse cada día más transparente, por comunicar basándose en la persona, en la conversación, en la integración de las opiniones de terceros, posicionar la marca en función de quienes la usan o trabajan en ella.
El comienzo del énfasis en la individualidad en las empresas coincide, a modo de triángulo perfecto, con otras dos circunstancias: por un lado el fuerte desarrollo de herramientas como blogs y redes sociales que permiten una expresión más sencilla de la individualidad y la personalidad en la red. Por otro, la llegada de una nueva generación con un grado de compromiso infinitamente menor con sus empresas, personas que ven la rotación como algo positivo, como una manera de acumular experiencia y eludir el aburrimiento. El modelo de "persona vinculada a una empresa", de carrera profesional larga en la misma compañía, pasa a resultar de todo menos aspiracional. Una carrera prolongada en una misma empresa se ve como oportunidades perdidas, como aburrimiento y sopor. El joven ya no aspira a entrar en una empresa e ir escalando puestos en ella, no lo valora, y mucho menos lo acepta como supuesto incentivo en virtud del cual está justificado todo sacrificio.
El resultado es un profundo cambio en la percepción del "ser" frente al "estar". Hasta ahora, un empleado de una compañía se presentaba habitualmente a sí mismo como "hola, soy Nombre y Apellido, de la Empresa X", exhibiendo una tarjeta de visita. Y además, se sentía así. La preposición "de" indicaba casi un sentimiento de posesión, un "formo parte del inventario de la empresa", unas empresas en las que el mismo nombre del departamento que gestiona a las personas, "Recursos Humanos", indica la consideración que se tiene de las mismas. ¿Cómo que un "recurso"? Mire usted, yo no soy un "recurso", no soy "parte del inventario"... soy una persona. Durante muchos años, hemos vivido una relación entre personas y empresas completamente desequilibrada hacia el lado de estas últimas: en lugar de simplemente trabajar en ellas, se diría que nos tatuábamos su logotipo. La sensación que teníamos era la de que lo importante de nosotros mismos era nuestra tarjeta, la empresa y el cargo que ponía en ella, no nosotros mismos. Y de repente, la situación empieza a cambiar: la persona tiene la posibilidad de desarrollar su personalidad en la red, de describirse, de contar quién es, lo que piensa, a qué se dedica, qué le gusta hacer. Empezamos a ver la dicotomía entre el "ser", "yo soy esta persona, con este nombre y este apellido", y el "estar": "ahora, coyunturalmente, estoy trabajando en la Empresa X con este cargo... algo que mañana puede seguir siendo así, o no serlo".
Años de relaciones laborales, de jubilaciones anticipadas indeseadas y de expedientes de regulación de empleo nos han enseñado que las relaciones profesionales son eso, relaciones profesionales, y que basar nuestra vida en el dónde estamos en lugar de en el qué somos es algo seguramente poco recomendable. La red, en todo esto, juega un papel de proyección de la persona y de reflejo de su actividad a través de medios como páginas web, foros, blogs, redes sociales, mundos virtuales... formas de presencia social de muy diversos tipos y que posibilitan una amplísima gama de presencia en escenarios diferentes. En su vida profesional, alguien puede ser un profesor de una escuela de negocios, pero en la red puede ser a la vez uno de los mayores expertos en motos antiguas de la marca Montesa, una persona que opina sobre la actualidad de la industria en la que desarrolla parte de su actividad y, en paralelo y sin ninguna relación con lo anterior, un combatiente nazi o norteamericano que lucha a tiros por liberar una fortaleza en un equipo de seis personas que actúa de manera completamente coordinada. Un yo que no solo se despliega, sino que se regodea en las diferentes posibilidades, se proyecta con diferentes personas en distintas situaciones, que se mezclan o no según lo quiera la persona.
El currículo como documento que describe el historial profesional de la persona pierde progresivamente importancia, como lo hace la agenda: lo primero que va a hacer casi cualquiera que tenga tu currículo en sus manos es buscar referencias en la red. No puedes ser un experto en un tema determinado, si no aparece nada tuyo al buscar en Google tu nombre vinculado a palabras clave de esa especialidad. Si al introducir tu nombre y el de tu escuela no aparece nada, es que no estuviste en ella. Si no estás en LinkedIn, es que estás desactualizado en eso de la red, es que eres, como se dice jocosamente, un "tecnopléjico". Si quiero tu teléfono o tu dirección de correo electrónico completamente actualizado, me meto en una red social y te busco. En algunos casos, hasta los propios teléfonos móviles buscan los nombres que tienen en la agenda en Facebook y complementan la ficha de nuestros amigos con su fotografía y los datos actualizados, para que no perdamos el contacto si los cambian. La persona ya no es lo que su empresa dice de él, es lo que la red y la persona dicen y demuestran de sí mismo.
¿Qué aparece en la red cuando alguien busca tu nombre? ¿Algo? ¿Nada? ¿Una confusa retahíla de personas que se llaman igual que tú? Si no estás en la red, estás desaprovechando la posibilidad de contarle al mundo quién eres, a qué te dedicas, qué te interesa y que te gusta hacer o eres bueno haciendo. Por ahora, tu impresión es que puedes perfectamente prescindir de todo eso. Que prefieres lo que llaman "una existencia discreta", "no hacer ruido". Pero en un mundo neohumanista, eso ya no es así. La exclusión de la red, dentro de poco, será la moderna versión del ostracismo.