"Chicos, salid ahí fuera y haced lo que sabéis hacer..."
Telê Santana, entrenador de fútbol brasileño (1994)
Es sin duda uno de los factores que más inquietud producen en todos aquellos que observan la tecnología y sus efectos con cierta aprensión: ver el uso que de ellas hace la generación siguiente, sus hijos, sus sobrinos, sus primos más pequeños. Observar a un niño de seis o siete años manejándose con un teclado con total soltura, entrando en páginas para localizar vídeos o juegos que conoce o que le han contado que existen, o comunicándose mediante mensajería instantánea es un proceso fascinante: los adultos estamos, por lo general, acostumbrados a ser quienes sabemos manejar las cosas, quienes enseñan a los niños, no al revés. Sin embargo, la tecnología lleva tiempo provocando una reversión en el flujo del conocimiento: desde el horrible trauma que muchos sufrieron al ser incapaces de programar un simple vídeo doméstico que su hijo manejaba casi con los ojos cerrados, muchos empezaron a darse cuenta de que la gama de habilidades con las que contaban los niños eran, en realidad, bastante diferentes a las que poseían ellos. Los teléfonos móviles han traído a muchos padres la última gran revelación: de repente, personas que creían saber utilizar sus terminales móviles perfectamente pasaban a sentirse como si tuvieran "los dedos mucho más gordos" que sus hijos, provistos de un manejo que ellos eran completamente incapaces siquiera de imaginar alcanzar. A día de hoy, como hemos comentado en un capítulo anterior, si mi padre tiene cualquier duda con su ordenador, me llama a mí para que le ayude. Pero si su duda es con su teléfono móvil, directamente me salta, y se dirige a mi hija de quince años, que además, es perfectamente capaz de ayudarle sin lugar a dudas mucho mejor que yo.
¿Qué factores determinan el manejo que de la tecnología hacen las nuevas generaciones? ¿Y qué tipo de actitudes debemos mostrar ante ello? Las respuestas a este tipo de preguntas resultan un reto sobre todo para aquellas personas a quienes la tecnología les genera miedos e incertidumbres: por un lado, perciben una propuesta de valor clara en el hecho de, por ejemplo, criar a un hijo con un elemento de proximidad a la tecnología que le puede resultar un activo valioso en su desarrollo futuro. Por otro, ven peligros por todas partes, y les preocupa el hecho de que, en conciencia, muchos de esos peligros pueden provocar situaciones que ellos mismos no sabrían manejar. La sensación, en muchos casos, llega a ser bastante agobiante y genera inquietudes, o por el contrario, se relaja excesivamente hasta el punto de utilizar al ordenador como una especie de baby-sitter, como un lugar en el que dejar al niño durante períodos de tiempo "para que no dé la lata": un papel asumido, en muchos casos, por ese fantástico invento denominado "consola" que tantas plácidas estancias en restaurantes brinda cada día a padres de todo el mundo.
La aproximación correcta a la interacción entre tecnología y niños es, sencillamente, cuanto más, mejor. La infancia es una edad ideal para el aprendizaje: la frase "los niños son esponjas" no es simplemente una forma de hablar, sino que indica una manera de internalizar los conocimientos, de asimilarlos de una manera natural en el cerebro, algo que posteriormente acaba representado una enorme ventaja. Y más cuando si hay algo que sabemos seguro, es que esos niños acabarán viviendo en un mundo mucho, muchísimo más interconectado que el nuestro. En principio, haciendo lógico uso del sentido común, ponga a sus hijos en contacto con el ordenador lo antes que pueda. No se trata, por supuesto, de abandonar un teclado o un ratón en las manos de un niño de uno o dos años, que podría desde tragarse una tecla hasta asfixiarse con el cable, pero sí, por ejemplo, de empezar a enseñarle contenidos adaptados a su edad desde esa edad, de manera que vea el ordenador como una parte más de su mundo. Sin ánimo de suplir el papel de un pedagogo, los dos años no son una mala edad para que un niño empiece a mover un ratón y a darse cuenta de la correspondencia que se establece entre el movimiento de su mano y el del cursor sobre la pantalla: existen programas para pintar o para registrar sonidos que pueden hacer que un niño de dos o tres años pase ratos entretenidísimo delante de una pantalla, obviamente bajo supervisión. La colección de grabaciones de mi hija entre los dos y los cuatro años, y la primera casita reconocible como tal que pintó a los tres forman una parte entrañable de mi bagaje de recuerdos. Es conveniente, además, introducir en el paquete algún programa de comunicaciones como Skype, Gizmo u otros afines, que permitan a los niños ver aparecer a sus abuelos o tíos en la pantalla y hablar con ellos: les permite tomar conciencia del papel del ordenador como herramienta de comunicación.
A medida que los niños van creciendo, pasamos típicamente por la etapa de los juegos interactivos: proporcionan una experiencia controlada, y permiten la adquisición de habilidades más finas, en muchos casos combinadas con el desarrollo de lectura y escritura. Sin embargo, la iniciación a la web surge cada vez más pronto, unida a una gama de propuestas de valor que aumenta constantemente: páginas especializadas para niños, contenidos atractivos, vídeos... Y con la web, surgen los primeros problemas: ¿qué hacer ante una red que vemos repleta de contenidos claramente inadecuados para una mente infantil, o en la que los informativos de la televisión nos dicen que campan terribles delincuentes dispuestos a intentar atacar a nuestros hijos? La interacción entre niños y web plantea, sin duda, un reto importante a padres y educadores.
La respuesta o es ni más ni menos que la aplicación del sentido común. En el acceso temprano a la web de los niños no hay más que ventajas: en la sociedad que se está conformando, saber moverse por la web es equivalente a saber caminar por la calle, algo cada día más necesario. La clave en el tema es entender que el acceso de los niños a Internet a día de hoy no es cuestionable: es necesario. Es incluso más que recomendable que invierta la pequeña cantidad de dinero necesaria para adquirir una dirección web con el nombre y apellido de sus hijos, un regalo que en el futuro tendrán sin duda oportunidad de agradecerle. Pero sobre todo, es indispensable entender que Internet no muerde: existen comportamientos que conllevan cierto riesgo, pero no más allá de lo que puede ocurrir cuando caminamos por la calle o cuando los llevamos al colegio. Lo indispensable es mantener en todo momento una actitud adecuada, no interpretar Internet como un sitio en donde "se deja" a los niños, y crear un clima de confianza, en el que el niño pueda preguntar absolutamente cualquier duda que le surja en su manejo.
Una tarea que corresponde a una persona, no a un programa, por sofisticado que sea. De hecho, una de las peores ideas que puede tener es la instalación de un programa filtro o cibernanny: erróneamente impulsados por muchas instituciones, los programas de este tipo contribuyen a crear una falsa impresión de seguridad en los padres, que proceden a su instalación y al inmediato abandono de los niños delante de la pantalla con la conciencia aparentemente tranquila. En realidad, el programa provoca la percepción de una "falsa Internet" en la que los contenidos considerados "nocivos" tales como pornografía están normalmente ausentes, lo que produce que en el momento en que el filtro falla, es desconectado, o los niños simplemente navegan en un ordenador que no lo tiene instalado, se enfrenten de repente a una serie de contenidos para los que no han sido preparados, y que además llaman muchísimo más su atención debido a la novedad.
En su lugar, a los padres les toca un papel muy diferente: aceptar que sus hijos van a tener delante de sus ojos cuando busquen determinadas cosas una serie de imágenes que ellos jamás tuvieron la oportunidad de ver a su edad, pero que en realidad, no provocan nada más que una explicación dada en términos de naturalidad y una aceptación de que se trata de un tipo de contenidos que forman parte de la red hoy en día. Que un niño, buscando inocentes fotografías de perritos, encuentre en un motor de búsqueda fotografías de "parejas en la postura del perrito" no es un problema terrible ni tiene porqué provocar un trauma insondable de ningún tipo, si el adulto está ahí con la adecuada explicación en la mano. Se trata, simplemente, de un ejercicio de naturalidad que puede llegar a prevenir bastantes problemas posteriores. Los niños de hace años crecían de lo más tranquilos escuchando que a los niños los traía una cigüeña o que crecían debajo de una col. Con Internet, vivimos malos tiempos para las cigüeñas transportistas y las coles mutantes, porque son historias que no aguantan ni la primera búsqueda en Google.
El mejor filtro de contenidos es, simplemente, ninguno. Enseñar a los niños una "Internet con filtro" es la garantía de tener problemas cuando, necesariamente, se la encuentren sin él, cuando empiecen, que sin duda empezarán, a "fumar sin filtro". La tarea de racionar a los niños determinadas partes de la red debe formar parte de un proceso de educación equivalente al que tiene lugar en muchos otros aspectos: si vas demasiado lento, los niños explorarán por su cuenta, y la oportunidad de marcar u organizar criterios se perderá. Al principio, lo más prudente suele ser proporcionar a los niños experiencias de navegación restringidas a los favoritos del navegador: una colección amplia de páginas previamente probadas que permitan que el niño se familiarice con los aspectos más básicos del funcionamiento del navegador, el proceso de navegación y los rudimentos de la filosofía de Internet. A partir de ahí, es necesario abrir el paso hacia los buscadores: en caso de no hacerlo, éstos irrumpirán por su cuenta en conversaciones en el patio del colegio o en la televisión. Por supuesto, el ritmo de esta progresión es algo que corresponde a cada familia juzgar.
Los buscadores son armas poderosas, y su manejo debe ser supervisado al principio. En el caso de Google, por ejemplo, en el que la situación por defecto es la de "filtro moderado", pasar durante una temporada a "filtrado estricto" puede ser recomendable, como situación meramente coyuntural. El siguiente paso, lógicamente, es la web social: para los niños, poseer un lugar en Internet supone una iniciativa enormemente educativa: permite que se rueden en su expresión escrita, que manejen los rudimentos del HTML y vean el copiar y pegar el código de pequeños widgets y aplicaciones como algo completamente natural, que no asusta. Las precauciones en este tipo de temas pueden ser múltiples: al principio, puede ser recomendable excluir las páginas web creadas por nuestros hijos de los índices de los buscadores (crear y editar el fichero robots.txt y añadir el comando "disallow" excede los propósitos de este libro, pero es un procedimiento ampliamente documentado en Internet), así como hacer que los comentarios que aparezcan en la página sean enviados a la dirección de correo electrónico de los padres. Herramientas como el correo electrónico, que los niños suelen ver generalmente como poco atractivo, o la mensajería instantánea deben formar parte de la caja de herramientas de un niño desde edades relativamente tempranas, aunque por supuesto es preciso explicarles de manera bastante prolija sus problemas y peligros. Para un niño, fenómenos como el spam y el phishing, de ubicua presencia en la red, tienen que ser, simplemente, lecciones aprendidas desde el primer día.
Para muchos jóvenes actuales, lo normal ha sido crecer en un entorno en el que de manera completamente habitual había un ordenador encendido y conectado a la red, además de una serie de teléfonos móviles y, en ocasiones, otro tipo de artilugios. Para estas personas, el escenario de acceso a la información y a la comunicación es algo completamente diferente al que la generación anterior tuvo la oportunidad de vivir. La terminología acuñada por Marc Prensky los denomina "nativos digitales", personas nacidas en un entorno digital, en oposición a los "inmigrantes digitales" que nacimos en un entorno completamente analógico y hemos emigrado a uno digital. Los "inmigrantes digitales" podemos intentar "hablar en digital", pero de una manera u otra, no somos nativos, y se nos suele "notar el acento". Muchos autores afirman que, en realidad, la denominación sobrevalora a los más jóvenes y los dota de un aura de "entendidos" bastante irreal, pero no cabe duda que tener determinados esquemas mentales forjados en la presencia de un nivel tecnológico determinado ayuda a sentirse menos extraño ante determinados cambios y fenómenos.
En cualquier caso, es importante entender que las pautas de uso de la tecnología de niños y jóvenes son muy diferentes de las de los adultos. En los adultos, el paso de considerar Internet como la fuente de información preferente ante cualquier tipo de duda es algo que solo tiene lugar tras un período de adiestramiento importante. Para los jóvenes, en cambio, Internet tiene una presencia constante: cualquier pregunta, por nimia que parezca, es dirigida con preferencia a la red. Una duda ortográfica es solucionada simplemente tecleando las alternativas de la palabra en un buscador y comparando cuál de ellas obtiene un número mayor de resultados. El deseo de saber algo sobre la revolución francesa porque es un tema que se está estudiando en el colegio se cristaliza no en una búsqueda en Google, sino en una en YouTube: para una generación completamente audiovisual, encontrarse un pequeño documental hablando de la revolución francesa o a una persona contándoselo tiene una propuesta de valor sensiblemente mayor que la de enfrentarse a una página de la Wikipedia.
También es importante entender el fortísimo choque de conceptos que Internet plantea con respecto a la educación que reciben nuestros hijos: salvo excepciones, la transmisión de conocimientos que se lleva a cabo en la mayoría de los colegios sigue una aproximación unidireccional: un profesor transmite una serie de conocimientos a los alumnos mediante el recurso a libros de texto o a apuntes y explicaciones en la pizarra. En general, los ejercicios suelen reducirse a un "consígueme esta información y escríbeme un trabajo sobre ella". Los adultos hemos vivido durante toda nuestra vida en un mundo en el que conseguir información era una habilidad, algo valioso: saber a quién preguntar o dónde mirar era algo que se aprendía y desarrollaba con la experiencia. Cuando adquiríamos un libro, lo hacíamos por el placer de "poseer" la información que contenía: a partir del momento de la compra, ese libro estaba en nuestra estantería (al menos, hasta que se lo prestábamos a ese amigo tan "simpático" que no nos lo devolvía), y podíamos volver a él en cualquier momento, abrirlo por la página 66, y acceder a la información que precisábamos. En cualquier momento, podíamos llegar a la enciclopedia y, haciendo uso del orden alfabético, encontrar lo que buscábamos. Las personas más fáciles de convencer para los vendedores de enciclopedias eran aquellos que tenían hijos: "pero hombre, sin enciclopedia, ¿cómo va a ayudar a sus hijos a hacer los deberes?"
Para la nueva generación, nada funciona así, ni se le parece lo más mínimo. La posesión de información, simplemente, carece de valor. La información está en la red al alcance de cualquiera, y encontrarla carece completamente de valor, es algo que cualquiera, hasta el más tonto, podría hacer (lo cual resulta casi ofensivo, porque nos ven a los adultos como un escalón evolutivo que está claramente por debajo de "lo más tonto"... "no sabe ni buscar en Google"). Localizar la información es cuestión de minutos, de saber introducir la búsqueda adecuada. Y cuentan con estrategias de búsqueda, en muchos casos, verdaderamente brillantes para encontrar lo que necesitan. La enciclopedia es algo completamente del pasado: no verá a un niño acercarse a ella. De hecho, incluso el venerable orden alfabético resulta del siglo pasado: ¿quién necesita el orden alfabético cuando tiene una mano invisible con un logotipo multicolor capaz de revisar todas las páginas del mundo y traer ante la vista las respuestas adecuadas?
Por supuesto, cuando la información es localizada, el niño se limita a seleccionarla con su ratón, copiarla, y pegarla sobre un documento. Documento que, eso sí, pierde tiempo en formatear. Después de todo, ¿qué le ha pedido el profesor? Que encontrase tal o cual información, ¿no? Pues aquí está, y hasta se la he puesto bonita. En realidad, nadie ha explicado al niño que lo que se esperaba era que redactase con sus propias palabras lo mismo que se había encontrado previamente escrito por otra persona, porque entre otras cosas, la tarea resulta completamente absurda ante la mentalidad del niño: si ya está aquí bien escrita, ¿para qué la voy a reescribir yo? En ocasiones, tras la correspondiente sanción "por haber copiado el trabajo" que resulta casi incomprensible para la mentalidad del niño la primera vez, se producen comportamientos casi grotescos de cambio de unas palabras por otras y de mezclas de unos documentos con otros esperando que el profesor no se entere, pero sin terminar de entender de todo lo que le están pidiendo en realidad.
¿Tienen los niños la culpa por copiar trabajos de Internet? En absoluto. Están siguiendo un simple principio de eficiencia. Lo que en este caso hay que hacer es, simplemente, pedir otras cosas. En lugar de pedir la repetición de información, pedir la elaboración de nueva información, el planteamiento de preguntas, la construcción sobre lo que ya existe. Una filosofía que tenga en cuenta que Internet existe y que la información está ahí, al alcance de cualquiera. Que repetirla no tiene sentido de ningún tipo, y que lo que hay que hacer es "manosearla", manejarla, utilizarla para construir sobre ella. Sin embargo, por el momento, a lo más que llegamos en la amplia mayoría de los colegios es a introducir tecnología en las aulas por el simple hecho de introducirla: pizarras digitales con las que se mantiene la misma metodología que con las de tiza o rotulador, o portátiles con libros electrónicos alojados en su interior para contentar a las poderosas editoriales que los venden. ¿Qué puede haber más absurdo que dar a un niño un portátil para que pueda acceder al enorme caudal de información existente en Internet, pero en lugar de enseñarle a filtrarla, calificarla y organizarla, limitarse a encerrar en él un libro de texto? Decididamente, el peor problema de los nativos digitales es el derivado de vivir en un mundo en el que los que toman decisiones sobre ellos no lo son.
Los nativos digitales exhiben, en general, pautas sociales enormemente arraigadas. No es, en realidad, nada nuevo, sino simplemente la traslación de las pautas sociales infantiles o juveniles a un soporte electrónico. Su red social en Internet es enormemente importante para ellos, porque la plantean como complemento, no como sustituto de sus relaciones sociales fuera de la red. Los adolescentes pasan tiempo con sus amigos en el colegio y en la calle, pero cuando llegan a sus casas, mantienen contacto permanente con ellos en una pestaña de su navegador, en la que mantienen abierta su red social. El modo de uso suele ser discontinuo: pueden pasarse horas viendo fotografías de sus contactos o escribiendo en sus páginas, pero si tienen otra tarea que hacer, mantendrán la red social en segundo plano y acudirán a ella con cierta periodicidad para refrescar la pantalla y comprobar si hay algo nuevo.
Lo síncrono tiende a ser fuertemente priorizado sobre lo asíncrono: la mensajería instantánea desplaza a cualquier otra tarea, pero no la usan igual que los adultos. Para un adulto, iniciar una conversación mediante mensajería instantánea es algo sencillo, pero que constituye una tarea prácticamente exclusiva. Si durante el tiempo que dura la primera conversación surge una segunda o una tercera, el adulto se siente incómodo, presionado, molesto. Durante toda su vida le han enseñado que una conversación se inicia con un saludo, prosigue con una dedicación de atención plena (no prestar atención o hacer otra cosa mientras hablamos con alguien es considerado entre adultos una clara falta de educación) y finaliza con una despedida. Sin embargo, en el caso de los niños o adolescentes, resulta perfectamente normal asomarse a su pantalla y encontrarse catorce conversaciones en ventanas diferentes. En realidad, muchas de esas conversaciones están inactivas, pero no se considera necesario saludar, ni mucho menos despedirse. La conversación aparece y desaparece sin ningún tipo de formalismo social, y resulta perfectamente normal dejar una conversación completamente "colgada" durante horas para retomarla después. La impresión es que abren más ventanas y manejan más canales que nosotros, aunque en realidad, lo que hacen es simplemente priorizarlas de manera diferente.
La traslación de lo social a la red en los jóvenes les lleva a ser mucho más influenciables por sus amigos y por comentarios en los sitios que leen que por la publicidad convencional. La publicidad convencional puede entretenerles, pero en realidad, solo es considerada positivamente si el grupo la considera positivamente, en una búsqueda incesante del refuerzo social del grupo acrecentada por el efecto amplificador de la red. De la misma manera, se apoyan en el grupo para compartir sus percepciones, lo que genera una especie de conciencia colectiva compartida. La disponibilidad de información y de canales de comunicación eficientes les lleva a un fuerte nivel de pragmatismo: no compran ideales, ni se dejan engañar por promesas, sino que contrastan información y comparten rápidamente la que sus propias experiencias generan.
En su relación con la red, los jóvenes son completamente utilitaristas. La red es la fuente de información, el sitio por el que acceden a su música y a sus películas, y el lugar gracias al cual permanecen en contacto con sus amigos. En su uso de herramientas, optan por aquellas que tienen una relación coste/beneficio inmediata: las redes sociales no exigen una gran inversión de tiempo inicial ni de mantenimiento, por lo que resultan claramente preferidas a los blogs. En la red social se produce una interacción constante que combina lo síncrono con lo asíncrono, y que resulta fundamental para mantenerse en contexto con el grupo. Erróneamente, los adultos tienden a pensar que cuando un adolescente pasa varias horas delante de la pantalla de un ordenador, "se está aislando", cuando en realidad lo que ocurre es precisamente lo contrario: está en permanente comunicación con su entorno. Algunos padres, de hecho, se preocupan por una excesiva dependencia de sus hijos frente a las redes sociales, cuando lo correcto sería, realmente, preocuparse por todo lo contrario: a día de hoy, resulta mucho más preocupante que un joven no forme parte de ninguna red social a que tienda a utilizarlas aparentemente mucho. En algunos casos, se ven comportamientos completamente primarios, como castigar a un hijo por cualquier motivo mediante la privación del uso del ordenador, o más específicamente, de la red social: "castigado sin Tuenti". Un castigo cruel y equivalente al de una especie de "privación sensorial": al joven se le amputa su conexión con el grupo, se le descontextualiza, lo que provoca un sentimiento de ansiedad, de "están pasando cosas, pero yo no me entero", una sensación de aislamiento al día siguiente en el colegio o en el grupo, "el que no tiene ni idea de lo que pasó ayer en la red".
Los jóvenes suelen hacer un uso mucho más natural de las redes sociales que los adultos. En general, la relación de los adultos con las redes sociales está condicionada por determinadas normas sociales, por la adaptación de normas de fuera de la red a la misma. Para una persona adulta, recibir una petición de amistad en una red social supone, en muchos casos, ponerse a pensar en las variadas circunstancias por las que es posible que conozca a esa persona: examina su fotografía, su red de amigos, comprueba los amigos comunes... en realidad, la persona está aplicando una norma externa a la red: cuando alguien te saluda, lo educado suele ser devolver el saludo. Darse la vuelta y no decir nada es considerado para muchos y en muchos casos una falta de respeto incluso con un desconocido, de manera que, curiosamente, intentamos casi buscar justificaciones para poder decirle a esa persona que sí, cuando en realidad, el mero hecho de no recordarla debería ser razón suficiente como para no querer tenerla en nuestra red como contacto directo. En ese comportamiento se perciben incluso diferencias de género: los hombres suelen ser más abiertos que las mujeres a la hora de aceptar esos contactos dudosos.
La interacción con los convencionalismos sociales es tan fuerte que, en mucho casos, en redes como Facebook, nos encontramos con la paradoja de que los usuarios adultos prefieren, antes de rechazar un contacto, simplemente no decir nada, dejarlo sin respuesta, enviar el contacto "a la nevera", una acción que se identifica como "menos brusca". En realidad, la intuición engaña en este sentido: mientras rechazar un contacto ofrece a la persona rechazada la posibilidad de explicarse o de proporcionar alguna pista sobre la relación, ofrecer la callada por respuesta impide a esa persona repetir el contacto. El solicitante, en realidad, percibe una contestación más maleducada y brusca en el caso de la no contestación que en el del rechazo directo. Curiosamente, las relaciones entre adultos en las redes sociales resultan bastante asimétricas en las percepciones: para un adulto es perfectamente normal "explorar" la red social en busca de amigos, evocar relaciones de épocas pasadas, u ofrecer amistad a personas de las que no ha sabido nada en los últimos diez o veinte años.
En el caso de los adolescentes, este tipo de comportamientos no suelen ocurrir. Su manejo de las redes sociales está prácticamente exento de los convencionalismos sociales habituales en adultos: si no conocen a alguien o no mantienen una relación "viva" con él, simplemente dicen no, sin el menor empacho. Si se enfadan con alguien, es incluso habitual que corten inmediatamente su relación en la red, como negando su existencia. Los adolescentes, en realidad, repiten en la red social los patrones de amistad que tienen fuera de ella, sin demasiada exploración adicional, y tienden a utilizar la red para suplementar de alguna manera las mismas mediante notas, recuerdos compartidos, fotografías, vídeos, etc.
Las relaciones entre padres e hijos en la era digital deben tener en cuenta este tipo de herramientas, pero siguen gobernándose prácticamente por las mismas dinámicas tradicionales. A partir de determinada edad, entrando en la adolescencia, la red se convierte en un espacio tan privado como la propia habitación: encontrar a tus padres curioseando en tu red es una ofensa terrible. Sin embargo, resulta perfectamente normal preguntar e interesarse, de la misma manera que habitualmente tendemos a saber con quién salen nuestros hijos, quiénes son sus amigos, etc. El éxito de algunas redes sociales, como es el caso de Tuenti en España, se debe en gran medida al hecho de ser "un espacio libre de padres". Si los padres se hacen un perfil en dicha red, por lo general, el adolescente tenderá a considerarlo una intromisión, y puede incluso llegar a generar situaciones incómodas.
La nueva generación posee pautas de motivación diferentes a la que le precede. Sus escalas de valores son distintas, y eso afecta a todo tipo de circunstancias, incluidas las relaciones laborales. La primera generación que ha crecido completamente rodeada por Internet posee características diferenciales: separarlos de la red, pretender que no accedan a ella en horas de trabajo, etc. solo genera situaciones de frustración. Son enormemente pragmáticos: su conciencia del yo está más desarrollada, y predomina sobre cualquier tipo de identidad corporativa. Entender a la nueva generación es una tarea imposible sin entender su entorno, un entorno en el que la red juega un papel fundamental.