"En este entorno sorprende todavía ver cómo todavía hay empresas con ejecutivos ocupando altos cargos directivos simplemente porque son expertos en lo que era importante ayer"
Jonas Ridderstråle, autor de Funky Business
¿Qué lecciones podemos extraer de la enumeración de casos del capítulo anterior? La gran mayoría de directivos de empresas de sectores distintos a los mencionados, al ver la descripción de las situaciones acaecidas, tiende a quedarse con cara de "esto no me va a pasar a mí" y a buscar argumentos por los cuales "su caso no es como todos esos". Pero obviamente, lo mismo pensaban en su momento los directivos de los sectores afectados y lo mismo piensan a día de hoy los que están empezando a ver las orejas al lobo, en una especie de ciclo sin fin. ¿Existe alguna manera de entender lo experimentado hasta el momento "en cabeza ajena", de proyectar el impacto del proceso de disrupción tecnológica sobre nuestros propios negocios?
Para entender el impacto de la disrupción tecnológica, es indispensable racionalizar el comportamiento de algunas variables. La primera de ellas es la denominada fricción, entendida desde un punto de vista económico. Podríamos definir la fricción como el conjunto de circunstancias que se interponen entre un agente económico y el bien que éste pretende obtener, derivadas de imperfecciones en el mercado como costes de adquisición de información, comunicación, transporte, logística, etc. En cualquier transacción, la fricción viene representada por todo eso que impide que lo que deseamos adquirir aparezca ante nuestros ojos con simplemente chasquear los dedos. Si nos levantamos una mañana queriendo comprar un libro determinado, la fricción hace que para obtenerlo tengamos que asearnos, vestirnos, salir a la calle, caminar hasta la librería más próxima, buscar entre las estanterías, localizar el libro deseado en caso de que se encuentre en ellas, pagarlo y transportarlo de vuelta. En el caso de la obtención de una hipoteca, la fricción determina que tengamos que ir hasta el banco, explicar nuestras circunstancias a un empleado de la sucursal, rellenar un montón de formularios, solicitar una peritación del inmueble, esperar a que se reúna el comité de riesgos, etc. En general, la fricción supone un conjunto de circunstancias no necesariamente relacionadas con el bien que se desea obtener o con la empresa que lo vende, pero que asociamos con el proceso de una manera casi natural, como algo inherente al mercado: de hecho, algunos competidores juegan con elementos de reducción de la fricción en algunas ocasiones para hacer su oferta más atractiva.
A efectos puramente didácticos, imagínese su negocio, ese en el que tiene experiencia, que conoce perfectamente y en el que ha desarrollado su actividad profesional, y piense qué ocurriría si de la noche a la mañana apareciese algún primo lejano del mago Merlín y, agitando su varita, provocase una disminución total de la fricción. ¿Qué tipo de cosas ocurrirían a partir de ese momento? ¿Podría competir su empresa en un mundo sin fricción? En esa tesitura debieron sentirse, por ejemplo, gigantes del mundo de la distribución editorial norteamericana como Borders o Barnes&Noble cuando empezaron a experimentar la competencia con Amazon. De repente, si te levantabas por la mañana y querías un libro determinado, todo lo que tenías que hacer era ponerte delante de la pantalla del ordenador - lo de vestirse era plenamente opcional en función de la distancia entre éste y una ventana sin cortinas - y mover el ratón durante un rato. Todos los procesos de fricción anteriormente enumerados, desde el salir a la calle hasta la búsqueda por las estanterías, sustituidos por la escasa fricción entre el ratón y su alfombrilla. Nótese aquí que no pretendo afirmar que un sistema sea inherentemente mejor que el otro, ni que la fricción disminuya de manera absouta: el paseo hasta la librería podría llevarse a cabo en una deliciosa mañana de primavera, parando para degustar un Martini con su aceituna en una terracita mientras conversamos con un amigo, para después hablar un rato con ese librero encantador que nos conoce desde que llevábamos pantalones cortos. Pero eso, a efectos de teoría económica, tiene entre poca y ninguna relevancia. Podría ocurrir que el libro que quisiésemos obtener estuviese prominentemente expuesto en el escaparate de la librería, reduciendo notablemente el esfuerzo de encontrarlo, y que volviésemos a casa con él debajo del brazo, mientras todos sabemos que en el caso de la librería electrónica, nadie nos va a quitar una espera de unos días hasta que el operador logístico llame a nuestra puerta con el libro en cuestión. De acuerdo. Nada es perfecto. Para analizar cuál de los dos procesos tiene una fricción menor, necesitaríamos dar a dos personas una lista de, por ejemplo, cien libros escogidos al azar, y enviar a ambos a obtener los libros, uno exclusivamente a través de la librería de su barrio y otro exclusivamente a través de una tienda en la web. ¿Cuál de los dos conseguiría obtener antes la totalidad de los libros?
A efectos económicos, la web supone seguramente el mayor reductor de fricción inventado por el hombre desde que el mundo es mundo. No es perfecto, y sobre todo, choca con infinidad de cuestiones culturales o derivadas de los usos y costumbres desarrollados durante generaciones. Pero la tarea de imaginarnos nuestro negocio en ausencia de fricción, como quien hace el ejercicio de imaginarse cómo serían sus quehaceres diarios si estuviese a bordo de la Estación Espacial Internacional en situación de gravedad cero, nos puede ayudar a aproximarnos a la idea. Intente aislar el papel que en su negocio juega la fricción: si es usted un intermediario comercial, la ausencia de fricción determinaría en muchos casos que su papel simplemente desapareciese: en ausencia de fricción, los fabricantes hacen llegar sus productos a los clientes de manera directa, como a golpe de varita mágica. Por supuesto, eso no es algo que la web pueda conseguir - todavía - y sí en cambio protagoniza, en algunos casos, procesos de reintermediación, con el desarrollo de nuevos papeles necesarios para las transacciones, pero recuerde dos cosas: una, estamos haciendo un simple ejercicio académico. Y dos, nadie está intentando venderle nada, no es preciso que se ponga a la defensiva.
Intentemos ahora hacer un ejercicio causal: ¿qué tipo de cosas se alteran de manera fundamental cuando ese concepto visto anteriormente, la fricción, desaparece o se reduce de manera notable? A poco que lo pensemos, nos daremos cuenta de que uno de los factores más directamente afectados son los llamados costes de búsqueda. Los costes de búsqueda representan el esfuerzo que un cliente debe hacer para obtener información sobre la oferta de un producto determinado. A la hora de adquirir, por ejemplo, un automóvil, los costes de búsqueda representarían el esfuerzo de acercarse por todos los concesionarios de la ciudad para preguntar el precio del modelo escogido o de aquellos que hayamos introducido en nuestro conjunto de selección. ¿Hasta que punto estamos dispuestos a incurrir en costes de búsqueda? Lógicamente, hasta el momento en que el trabajo adicional de buscar es mayor que el diferencial de ahorro que puede llegar a obtenerse de manera razonable. La existencia de los costes de búsqueda permiten construir, por ejemplo, muchos modelos de negocio basados en supremacías locales, en los que un competidor ofrece el mejor balance de calidad o precio para el espacio en el que resulta razonable que los clientes objetivo lleven a cabo su búsqueda. Desde un punto de visa puramente intuitivo, la disminución de los costes de búsqueda debida a Internet resulta sumamente fácil de entender: donde antes un cliente recorría tres o cuatro bancos preguntando por las condiciones de una hipoteca, o varias tiendas de televisores apuntando el precio del modelo deseado, ahora puede simplemente entrar en una página de comparación, bien con datos suministrados por las propias tiendas u obtenidos de manera social preguntando a otros clientes, y decidir en unos golpes de ratón a qué tienda acudir. O incluso no acudir, y poner en marcha el proceso logístico desde la misma página web.
Su segundo ejercicio, por tanto, es llevar a cabo un análisis mental rápido de su negocio desde el prisma de los costes de búsqueda: ¿qué pasaría con su negocio si cada uno de sus clientes pudiese, de manera instantánea, obtener una comparación fidedigna de sus precios y calidades, comparada con todo el resto de la oferta? ¿Sería capaz su negocio de sobrevivir en tales circunstancias?
El tercer elemento interesante de la disrupción que conviene analizar es la naturaleza de su producto, o más concretamente, la tangibilidad del mismo: como bien escribió Nicholas Negroponte en su "Mundo Digital" allá por 1995, se trata de entender qué componente de nuestros productos caen dentro de la categoría de "productos átomo" y cuáles dentro de la de "productos bit". Aunque aparentemente obvia, la división merece una explicación: un producto átomo es, claramente, aquel que al dividirlo en sus unidades más pequeñas posibles, acaba dando lugar a átomos de algún tipo de elemento. Un pedazo de hierro está en último término compuesto por átomos de hierro, mientras que una pieza de fruta lo está por átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno y algunos elementos más. Un producto bit, en cambio, carece de naturaleza física como tal, y al reducirlo a sus componentes más primigenios, da lugar a ceros y unos encadenados de tal manera que lo dotan de sentido. La información, por ejemplo, es claramente un producto bit. Las consecuencias de ser un producto bit o un producto átomo son muy distintas en lo que a disrupción tecnológica se refiere: entre otras cosas, los bits se transportan de manera inmediata por la red, mientras que los átomos no son susceptibles de pasar a través de los cables y precisan de la participación de algún tipo de operador logístico para moverse de un sitio a otro.
Pero aplicando este análisis, ¿en qué categoría pondríamos, por ejemplo, un periódico? Resulta claro que si bajamos al quiosco, compramos un periódico y lo reducimos a sus componentes elementales, obtendríamos primero pulpa de papel, y finalmente los átomos que la componen, probablemente carbono, hidrógeno, oxígeno y otros en cantidades menores. ¿Indica ésto que un periódico debería ser incluido en la categoría de producto átomo? Si fuésemos un editor, ¿nos quedaríamos tranquilos tomando decisiones estratégicas bajo la consideración de que nuestro producto pertenece al ámbito de los átomos? No cabe duda: la afirmación de que un periódico está hecho de papel y que el papel está hecho de átomos es irrefutable, tan irrefutable que miles de editores de todo el mundo la han considerado cierta durante muchos años, pero ¿es ese el punto de vista que debemos aplicar? ¿Qué más componentes forman parte de un periódico? ¿Es razonable, a la hora de conceptualizar el producto, hacerlo únicamente en función de la composición del material que le sirve de soporte? ¿Qué componente del producto lleva a los clientes a pagar por él? En este caso, mucho me temo que los lectores de un periódico no pagan por el papel, a no ser que estén pintando en casa y necesiten ese papel para cubrir sus muebles. Si nuestro negocio como editores de prensa dependiese del número de personas que pintan su casa - que, además, no suelen adquirir periódicos nuevos para ello - sospecho que la prensa habría dejado de existir hace tiempo. Los clientes, en realidad, pagan por la información contenida en el papel, y la información no es un producto átomo, sino un producto bit. Y esa confusión tan aparentemente simple ha llevado a muchos editores a proteger absurdamente su negocio en función del soporte físico del mismo, olvidando que en el momento en que otro soporte pudiese proporcionar mejores condiciones que el papel, éste sería olvidado en, como máximo, una generación, el tiempo necesario para que se produjese un proceso de olvido colectivo. En realidad, muchos de los negocios enumerados en el primer o segundo capítulo de este libro han ganado su derecho a estar ahí por haber caído en errores conceptuales como éste.
¿Qué parte de su producto, por tanto, son bits, y que parte son átomos? En mi caso, el negocio de un profesor se podría conceptuar, en condiciones normales, como de producto átomo: mi negocio consiste en trasladar mis átomos de un lugar a otro, de un aula a otra, para impartir una sesión. Sin embargo, ¿qué ocurre en el momento en que alguien filma mi clase, me pide la presentación que utilicé en ella y la pone en la red? En ese momento, acabo de pasar de átomos a bits, y debo entender que mi negocio acaba de cambiar de arriba a abajo, sin que me vaya a servir de nada oponerme a ello. Si me niego a aceptarlo, solo prolongaré la agonía, además de hacerla seguramente más dolorosa. En el caso del negocio de la producción y distribución musical, no entender el proceso de transición de átomos a bits les lleva a intentar por todos los medios defender el negocio de venta de galletas de plástico, claramente un soporte que Internet convierte en obsoleto, mientras renuncian o imposibilitan con tasas abusivas el desarrollo del negocio de la distribución a través de la red. En su descargo, habría que decir que el renunciar a utilidades conocidas para obtener otras por conocer y seguramente inferiores no resulta una decisión sencilla para nadie, y menos si eres una empresa cotizada en bolsa y se lo tienes que explicar a tus accionistas.
Hasta el momento, hemos revisado tres análisis que todo directivo debería intentar aplicar a su negocio, y que proporcionan resultados sorprendentes incluso con una aproximación somera: examinar su empresa desde la perspectiva de la fricción, desde la de la disminución o desaparición de los costes de búsqueda, y revisar cuidadosamente el balance entre átomos y bits. Pero nadie le dijo que la lectura de este libro fuese a ser fácil, entender porque todo va a cambiar requiere que haga todavía algunos deberes más. Así que pasemos a un cuarto ejercicio: el del modelo de interacción. El modelo de interacción se refiere a su modo habitual de interaccionar con los agentes relacionados con su empresa, entendidos de un modo amplio. En principio, se suele aplicar a la relación con los clientes, aunque también ofrece muy buenos resultados cuando se considera de cara a proveedores, empleados, o incluso en la relación entre empresa y sociedad en su conjunto, entrando en el complejo ámbito de la responsabilidad social corporativa. Pero en pro de la simplicidad, iniciemos el análisis planteándonos la relación con los clientes.
¿Cómo se relaciona habitualmente con sus clientes? ¿Los visita? ¿Los llama por teléfono? ¿Les envía cartas? ¿Correos electrónicos? Como veremos en el capítulo siguiente, la elección de un medio de comunicación conlleva un proceso de toma de decisiones que afectan a la relación con los clientes. El paso de las comunicaciones orales a las escritas produjo un cambio importantísimo, con un efecto que encontraremos en numerosos análisis a lo largo de este libro: alteró drásticamente el balance síncrono-asíncrono, y por tanto, cambió el componente de intrusividad. Este principio de nombre complejo y que utiliza varias palabras inexistentes como tales en nuestro diccionario esconde, en realidad, una cuestión de gran simplicidad y sentido común: una comunicación síncrona es toda aquella en la que, para producirse, emisor y receptor tienen que coincidir en el tiempo. En la comunicación oral, resulta evidente que es así, y que solo un dispositivo de grabación, que por tanto convierte lo síncrono en asíncrono, puede evitarlo. El medio escrito, por contra, constituye el caso opuesto: utilizarlo para la transmisión síncrona suele carecer de sentido o ser muy poco eficiente salvo excepciones, como el uso de una pizarra o encerado para exponer una idea a un grupo de gente, y lo normal es usarlo para una transmisión asíncrona, es decir, que otra persona lo lea en otro momento o lugar.
Hasta aquí, perfectamente obvio. Lo que no lo es tanto, o sí lo es pero requiere una dosis de introspección, es cómo afecta el balance síncrono/asíncrono a la ecuación de intrusividad, es decir, a nuestra libertad de elegir cuándo queremos recibir la comunicación. En el caso de una comunicación oral, la elección no existe. En el momento en que una persona nos habla, un vendedor llama a nuestra puerta y abrimos, o un teléfono suena y descolgamos, nuestra libertad de elección se limita severamente. No hemos elegido el inicio de la comunicación, y ésta nos puede perfectamente suponer un engorro en ese momento, nos puede suponer una interrupción, una intrusión en cualquier tarea que estemos realizando en ese momento, sea una entretenida conversación, una película o una siesta. Una carta, por contra, supone el caso contrario: puedo recogerla en el buzón, dejarla en la mesita del recibidor, abrirla cuando buenamente quiera, y contestarla si lo estimo oportuno en cualquier otro momento dentro de un plazo considerado razonable. Un correo electrónico provoca el mismo efecto, aunque en algunas empresas se utilice como si fuera un chat. Con un SMS ocurre lo mismo, y en este caso el hecho de que los jóvenes los usen a modo de conversación no deja de ser un hecho que hace las delicias de las operadoras. En el balance síncrono-asíncrono de la comunicación y en el manejo de la ecuación de la intrusión radican, como veremos más adelante, muchas cuestiones importantes en comunicación que hemos visto cambiar en los últimos años.
Para muchos, en el balance síncrono-asíncrono se encuentra una de las claves fundamentales en el éxito de Internet. Un ejemplo personal: cuando en 1996 llegué a los Estados Unidos tras haber recibido durante toda mi vida una educación en inglés británico, el acento californiano me suponía ciertos problemas de entendimiento. Si a ello le unimos una cierta timidez natural, no es difícil imaginar algunas de mis peripecias a la hora de amueblar una casa o comprar una fregona para el suelo, por no mencionar la conversación con un profesor o compañero de universidad sobre un trabajo académico. ¿Qué hacer en un caso así? Simplemente, desplazar a Internet la mayor cantidad de comunicación posible. En Internet, a través de correo electrónico o de las páginas web de las diversas tiendas, podía tranquilamente disfrutar del tiempo necesario para asimilar los mensajes, tomar decisiones, contestarlos, o simplemente llegar a la tienda y decir "quiero eso" mientras señalaba con el dedo. El modelo de interacción de Internet no es humano, es decir, no conlleva molestar a una persona cada vez que la otra no entiende o precisa una repetición. Podemos hacer clic diez veces seguidas en un vínculo, que bajo ningún concepto nos encontraremos una mirada de censura o una contestación en voz tensa que nos recrimine nuestra insistencia. No molestamos a nadie solicitando diez veces con sendos clics de nuestro ratón el mismo documento, y eso tiene unas implicaciones interesantísimas.
En el caso de la mayoría de las empresas, y especialmente en mercados tan estudiados como el del gran consumo, la respuesta a preguntas relacionadas con el comportamiento de elección de medios nos llevaría a analizar, entre otras cosas, los mecanismos de la publicidad. La publicidad suele ser el vehículo a través del cual las empresas se relacionan con sus clientes: mensajes publicitarios emitidos a través de diversos canales, con la intención de influir sobre el comportamiento de compra, de provocar un sesgo positivo que lleve al cliente a escoger nuestro producto sobre las ofertas de los competidores.
Un modelo publicitario pulido a lo largo de siglos y que, como veremos en el siguiente capítulo, se apoya en una asunción fundamental: el uso de canales unidireccionales. De hecho, la asunción de un canal unidireccional ha provocado, a lo largo de los años, que terminemos sufriendo un curioso fenómeno: si un empresario hablase a las personas que lo rodean de la misma manera en que lo hace a través de la publicidad, éstas se darían la vuelta y se irían, o bien, siguiendo una frase del genial Hugh MacLeod (Gapingvoid.com), le darían directamente un puñetazo en la cara Literalmente, "If you talked to people the way advertising talked to people, they'd punch you in the face". Hugh MacLeod en su blog, Gapingvoid, 9 de mayo de 2006. La publicidad no solamente nos grita, sino que sigue mecánicas que, examinadas con cierta frialdad, parecen diseñadas para generar el consumo en idiotas y débiles mentales. Con el avance de los medios sociales y participativos, la publicidad como la conocemos ha caído de manera progresiva en su credibilidad: tanto el que la produce como el que la ve asume directamente que el contenido de la misma es absurdamente sesgado y no fiable por definición, lo cual la relega al mero papel de recordatorio más o menos molesto. De hecho, en la interacción entre la publicidad e Internet, hemos vivido situaciones que podrían sin dificultad ser incluidas en una obra del llamado "teatro del absurdo", con usuarios instalándose aplicaciones para bloquear la insoportable publicidad que amenazaba con reducir la propuesta de valor del medio a mínimos inaceptables mediante molestísimos pop-up, layers, y demás inventos diseñados para resultar a cada cual más intrusivo y molesto.
Pruebe, por ejemplo, a leer un periódico en Internet: salvo alguna honrosa excepción, se encontrará un anuncio a toda pantalla nada más teclear la dirección del periódico, que pretenderá mantenerse ahí durante varios interminables segundos. Tras eso, en muchos casos, la pantalla se convierte en una especie de "campo de minas": cada vez que pasa con su ratón por determinados espacios, algo se despliega, se mueve, canta o efectúa alguna acción sumamente molesta, que dificulta lo que usted realmente quería hacer: leer las noticias. Pero lo más increíble es que, con el tiempo, algunos, en pleno "Síndrome de Estocolmo", han llegado a ver esto como algo natural, a justificarlo en la necesidad de los periódicos de ganar dinero: claro, como no ganamos suficiente, vamos a convertir la experiencia de leer el periódico en una basura miserable e insoportable... no, decididamente, así no vamos a ningún lado. Y lo que debería ocurrir es que cada persona que se encontrase publicidad intrusiva en su periódico favorito (pop-ups, intersticiales a toda pantalla, sonido o vídeo preactivado, formatos extensibles, etc.) se hiciese la promesa de no volver a ese periódico hasta que renunciasen a semejante aberración.
En realidad, la "guerra de los pop-up" se inició con cosas mucho más inocentes. El primer anuncio publicitario o banner vendido por una publicación, Hotwired (hoy Wired) en una página en Internet pertenecía a la compañía telefónica AT&T, y decía premonitoriamente "¿Has hecho alguna vez clic en un banner? Lo vas a hacer". Para el anunciante, los anuncios en Internet suponían una gran diferencia con respecto a los medios convencionales: a pesar de su en aquel momento escasa difusión, que hacía implanteable utilizarlos para campañas masivas, el medio permitía cosas que el anunciante jamás podía haber imaginado hasta entonces, tales como mediciones exactas y fiables, seguimiento, caracterización del visitante o establecimiento de vínculos causales con el comportamiento de compra. El banner se planteaba como "publicidad con esteroides": si cuando te anunciabas en un periódico únicamente podías saber el número de copias vendidas por éste pero nunca cuántas personas lo habían visto realmente o si les había resultado interesante de alguna manera, cuando ponías un banner eras capaz de conocer con exactitud cuántas personas lo habían visto (impresiones servidas), cuántas habían hecho clic sobre él (clickthrough), cuántas habían llegado hasta tu página, e incluso cuántos habían visualizado o adquirido el producto o servicio en cuestión. De manera prácticamente inmediata podías ensayar diferentes diseños, posicionamientos, combinaciones de colores o elecciones de medios, comprobando prácticamente al instante los cambios en volumen y tipo de respuesta provocada.
La capacidad de medirlo todo provocó rápidamente un auge en el desarrollo de metodologías de medición, con una métrica, el clickthrough, a la cabeza. El clickthrough representaba en términos porcentuales el número de personas que, habiendo visto el anuncio, habían decidido hacer clic en él. Los primeros banners, además, provocaron por su novedad magnitudes de clickthrough notables: como nadie sabía qué era aquello y a dónde llevaba, lo natural era hacer clic para satisfacer la curiosidad. En una red en la que que por entonces predominaba claramente el texto y había pocas fotos, los banners destacaban notablemente. Llevados por esos valores iniciales elevados, los anunciantes pasaron a lanzar campañas de todo tipo en la web, sin tener en cuenta que el entusiasmo inicial pasaría rápido hasta entrar en valores convergentes con los de la publicidad tradicional. Pero al ver cómo, pasado el efecto de la novedad, los valores de clickthrough retornaban a la lógica de magnitudes habitualmente muy inferiores a un punto porcentual (un 2% es considerado un enorme éxito), los anunciantes escogieron una curiosa manera de evitarlo: "¿que no quieren hacer clic? ¡Pues hagamos que los anuncios bailen!" De la noche a la mañana, la web se pobló de rectángulos en furioso movimiento que provocaban casi el estrabismo en los visitantes de las páginas, mientras intentaban pacíficamente leer un periódico o consultar la información de éstas. Gracias a la inclusión del movimiento, sin embargo, se recuperó algo del "efecto novedad", y el clickthrough manifestó una cierta recuperación temporal. Pero lo bueno no podía durar, y la siguiente caída llevó a los anunciantes a exigir a los creativos nuevas formas de mantener el clickthrough elevado, aunque fuese a costa de destrozan la experiencia de navegación y de consumo de contenidos de los usuarios: del movimiento pasamos al insoportable sonido preactivado, y de ahí, a los pop-up, que se desplegaban inmisericordes ante los ojos del visitante de una página impidiéndole, precisamente, ver su contenido, la razón que en función de toda lógica le había llevado hasta allí. El acoso llegó a términos insoportables: a finales de los años '90, muchas páginas lanzaban pop-up de manera constante, introducían mecanismos para evitar su cierre (ventanas que "huían" del ratón mientras el usuario se afanaba en perseguirlas por toda la pantalla, o engaños que presentaban un falso botón que servía supuestamente para cerrar la ventana) o, de una manera u otra, llevaban a cabo actividades que suponían para el usuario molestias que iban entre lo leve y lo directamente insufrible.
Los abusos de una publicidad que amenazaba con destrozar la propuesta de valor de la publicidad en Internet terminaron con la incorporación de mecanismos de bloqueo en la mayoría de los navegadores y con el lanzamiento por parte de Google de una barra de navegación que servía además para bloquear los pop-up: en el año 2000, todos los navegadores excepto Microsoft Internet Explorer permitían el bloqueo de pop-up, y la barra de Google había alcanzado una rapidísima popularidad llevada por la necesidad de los usuarios de protegerse frente al ataque. En realidad, se trató del inicio de una escalada armamentística: aún en nuestros días, siguen existendo anunciantes irresponsables que intentan buscar métodos para saltarse las restricciones y seguir molestando a sus usuarios por encima de los mecanismos que éstos utilizan para defenderse de ellos. Momento en el cual convendría, seguramente, detenerse un momento y pensar de manera reposada: ¿qué lleva a una empresa que pretendía dar a conocer sus productos o presentarlos ante sus clientes potenciales a convertirse en una fiera acosadora que los persigue, molesta e incomoda hasta el punto en que éstos sienten la necesidad de instalar herramientas para protegerse de ella?
Lo ocurrido con la publicidad en Internet es, en realidad, algo digno de uno de los más conocidos pasajes de una de las obras de teatro más representadas de todos los tiempos, la famosa "Muerte de un viajante" de Arthur Miller, cuando el vecino de Willy Loman, Charley, se da cuenta de que Willy era un vendedor en el más puro sentido de la palabra: se vendió a sí mismo hasta que el mundo dejó de comprar. Durante años, las empresas se han dedicado a agotar canales de comunicación con sus clientes hasta convertirlos en muchos casos en completamente inservibles: hace años, abríamos la puerta cuando alguien llamaba con intención de vendernos algo. Hoy en día, el canal de la venta a domicilio vive unas cotas de popularidad tan bajas que su popularidad ha descendido muchísimo, y su uso se limita a unas muy pocas industrias con una gran tradición en este sentido, a los pedigüeños, a determinadas religiones en busca de prosélitos, o a los niños vendiendo lotería de fin de curso. Y lo ocurrido con la venta a domicilio es un proceso que hemos visto repetirse de manera idéntica con otros canales, como el correo postal o el teléfono. ¿Debía de alguna manera Internet ser necesariamente diferente en ese sentido?
La respuesta, como en todos los casos anteriores, es que sí. Que Internet estaba destinado a ser diferente en ese sentido. Del mismo modo en que lo ha llevado a cabo con la fricción, los costes de búsqueda y el componente de átomos frente a bits, revise ahora los mecanismos de interacción con sus clientes: si están basados en métodos predominantemente unidireccionales, o si se desarrollan de tal manera que le daría vergüenza dirigirse así a sus familiares o amigos, se dispone a presenciar una drástica caída de su eficiencia, cuando no un efecto directamente negativo derivado de su uso. Un cambio en el modelo de interacción que está provocando, entre otras muchas cosas, la crisis en los negocios sostenidos por la publicidad convencional, como periódicos, revistas o televisiones, en una espiral de decrecimiento que solo puede empeorar con el tiempo. Si su negocio consiste en interrumpir a una serie de clientes que quieren obtener un contenido, bombardeándoles de manera sistemática con otro contenido que no han solicitado ni desean ver, olvídelo: su negocio está destinado a desaparecer.
¿Cómo reconocer, por tanto, los procesos de disrupción? La respuesta, por supuesto, es que no resulta en absoluto sencillo. Las variables que determinan el arranque de un proceso disruptivo se inician con manifestaciones a veces difíciles de percibir, con cambios de hábitos que, en muchas ocasiones, tienen lugar en subconjuntos de clientes extremadamente poco representativos. El análisis de las variables citadas en este capítulo pueden enseñarle a reconocerlos, pero lo que sin duda lo hará es otra variable: la velocidad. Si prestamos atención a los casos comentados en capítulos anteriores, observaremos una característica común: todos ellos tuvieron lugar a gran velocidad. En el caso de la música, el desarrollo de Napster por parte de aquel diecisieteañero llamado Shawn Fanning tuvo lugar en Junio de 1999. En Febrero de 2001, tenía más de veintiséis millones de usuarios. En el de las enciclopedias, los primeros contactos de Microsoft con el líder histórico del sector, Enciclopædia Britannica, tuvieron lugar a mediados de la década de los '80: en 1996, la compañía fue malvendida muy por debajo de su precio de mercado debido a sus dificultades financieras, y a pesar de la enorme popularidad de la marca, ha seguido una estrategia discreta y gris desde entonces, mientras su verdugo, Encarta, caía pocos años después, en 2009, por acción y efecto de Wikipedia, una enciclopedia nacida tan solo ocho años antes. No cabe duda: cuando hablamos de procesos disruptivos, hablamos casi siempre de sucesos que tienen lugar muy, muy deprisa.
La esencia de los procesos de disrupción subyace en la curva de adopción de los clientes. Preste atención a estos procesos: cuando detecte cambios de hábitos rápidos en determinados segmentos de clientes, tenga mucho, muchísimo cuidado: bajo ningún concepto los considere raros, extravagantes o, siguiendo la terminología actual, "frikis"Derivado del inglés "freak", utilizado inicialmente para referirse a aberraciones de la naturaleza, la palabra fue evolucionando para referirse a personas que persiguen una afición o pasión de modo obsesivo, a seguidores devotos de una conducta determinada, o incluso a tener una relación directa con el uso de niveles avanzados de determinadas tecnologías. . Póngase en su lugar, pruebe a hacer lo que ellos hacen, y lleve a cabo el análisis que hemos comentado, porque la curva de adopción tiene una forma sigmoidea, y tras la fase de la primera adopción, suele emprender un rápido camino ascendente que explica los ejemplos citados anteriormente. Y una vez que la curva empieza su camino ascendente, nada ni nadie puede pararla. El proceso de adopción no lo toma su empresa, por muy líder que sea o crea ser. La decisión de adopción, en el momento en que a usted le resulta por primera vez visible, ya ha sido tomada en otro sitio. Lo único que puede hacer es intentar entenderla, y adaptarse a un cambio que en ningún caso depende de usted ni de su empresa: depende del entorno que los rodea.
Terminemos este capítulo con la última y definitiva prueba de que se encuentran usted o su empresa dentro de la espiral de un proceso disruptivo: padecer una extraña incapacidad para darse cuenta de ello. Efectivamente, para el directivo que presencia uno de estos procesos, todo tiene explicaciones mucho más sencillas, asentadas en experiencias anteriores o en comportamientos que deben ser corregidos. A menudo visualizan oscuras conspiraciones destinadas a hundirles, en lo que podría ser calificado casi como de proceso esquizofrénico: culpan a otras industrias, pretenden compensar sus pérdidas mediante subvenciones y mecanismos inexplicables ante las leyes del mercado, o deducen hábilmente que "los clientes se equivocan" o que "deben ser perseguidos o castigados por no seguir comportándose como lo hacían antes". Vistos desde fuera, o a través del prisma de la historia, las reacciones de los directivos de industrias en declive son tan claramente aberrantes, que no dejan lugar a dudas. Pero por alguna razón en la que seguramente interviene el instinto de conservación, las cosas no se ven igual desde dentro. Por lo tanto, no olvide una última precaución: por buenos, o sobre todo, por bienintencionados que sean sus análisis, es muy posible que sus impresiones estén peligrosamente sesgadas, y que sea incapaz de percibir la disrupción. Si su percepción del proceso se separa drásticamente de la de sus clientes, si observa la creación de bandos a veces fuertemente radicalizados, o si se encuentra con análisis y puntos de vista radicalmente diferentes a los suyos, no piense simplemente que "todos los demás están locos", como el que va por la autopista en dirección contraria y cree encontrarse ante una epidemia de conductores suicidas. Seguramente esté ante un proceso disruptivo. Y sobre todo, recuerde: la pregunta no es si lo va a sufrir o va a dejar de hacerlo: la pregunta es, simplemente, cuándo.